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14 Julio, 2023

Empezaré por el principio.

Acababa de aterrizar en Reykjavik y me dirigí al local donde había hecho la reserva de un coche de alquiler. Me atendieron un par de islandeses jóvenes y muy agradables.

-¿De dónde vienes? -me preguntaron en un correcto inglés.

-De España.

-Pues nosotros sabemos una palabra en español…! -exclamaron.

-Ah, ¿sí? ¿Cuál? -pregunté con curiosidad.

-¡Carallo! –me dijeron muy sonrientes.

Después de saber que hay algún gallego –o gallegos- por el mundo ofreciendo gratuitamente tan magna lección de la lengua, cogí mi coche y me fui durante unos días a recorrer esta isla del norte de Europa. Entonces no lo sabía pero estaba a punto de sufrir un voluntario y plácido síndrome de Estendhal.

Ahora empezaré de nuevo.

Porque es ahora cuando comienza el viaje de verdad. Y desde este momento les pongo sobre aviso: Islandia es mi país favorito del mundo entero. Conocerlo no fue un flechazo, no. Fue un disparo a quemarropa que me atravesó el corazón. Literalmente me enamoré de esta tierra y de todo lo que en ella habita: sus montañas, sus cascadas, sus glaciares, sus gentes, sus pueblos, sus nombres impronunciables, sus caballos y sus cielos blancos cuando debía ser noche cerrada. Así que todo lo que les cuente de esta isla inmensa y secreta estará basado en un profundo, incondicional y eterno amor. Un enamoramiento loco y severamente influenciado por la pasión. La belleza me superó. Porque aún no he estado en otro país en el que haya sentido todo lo que sentí recorriendo este corazón verde erguido en medio del océano contra viento, hielo y marea.

Hoy les llevo a un rincón cualquiera del país donde encontré uno de los elementos que caracteriza el paisaje islandés: las casas de césped. Se trata de unas viviendas con el tejado forrado de turba y hierba que se mimetizan con la montaña y el entorno. Como si tan sólo quisieran asomarse levemente al mundo sin dejar constancia de su existencia. Están ahí, semienterradas, vestidas de niebla y musgo, viendo la vida pasar. Las he encontrado también en otros países nórdicos, pero este poblado al que hoy me refiero tiene para mí un significado especial porque fueron las primeras que vi.

Hay algunas que sirven como almacén de herramientas o establo y otras como refugio. Las protege, a la espalda, un muro montañoso que acoge también alguna cascada. El agua es otro de los símbolos de esta tierra fértil como jamás había visto antes. Siempre es dura la intemperie pero en esta isla parece apaciguada. La hierba cumple una función de aislante en cualquier estación y tiene unas prestaciones térmicas muy eficientes y sostenibles. Fueron un modo de construcción predominante durante generaciones. Pueden aguantar incluso terremotos. Toda esta aldea forma una postal perfecta para comenzar a adentrarnos en el privilegio de la belleza.

No crean que fue fácil hacer estas fotos. Tuve que saltarme, digamos, un par de barreras. Que quede entre nosotros. El viajero se mueve para vivir un lugar, no para destruirlo. El respeto es lo más importante. De hecho, no estuve precisamente tranquila mientras me movía entre el poblado. Había una extraña soledad en el ambiente. Se escuchaba el agua corriendo a lo lejos y agucé el oído. Temía oír en cualquier momento el chirrido de una bisagra oxidada cuando alguien abriera una de las ventanas del edificio principal y ver asomar desde allí el cañón de un rifle dispuesto a disparar a los intrusos como yo. Ya me veía corriendo ladera abajo para ponerme a salvo mientras silbaban los perdigonazos a mi alrededor.

Pero, créanme, mereció la pena llegar hasta allí. Hay que correr ciertos riesgos a veces. Aunque no pude disfrutar de un momento para sentarme entre la mullida y aterciopelada manta de hierba y dejarme llevar por el placer del deleite. También hacía demasiado frío para descalzarse y pisar el colchón de musgo verde, sentir el mundo en los pies, piel con piel, raíz con raíz, volver a  ser niña silvestre por un rato.

Pude, eso sí, pasear con mucha discreción haciendo mis fotos y recopilando detalles de puertas y tejados y horizontes. Metiéndome, también yo, en el paisaje. Y formando parte de esas flores, del sendero de grava, de la iglesia, de los árboles y del arroyo que asomaba en la parte baja del conjunto. Sintiendo un torrente de emociones. Es lo que tiene el amor cuando te atrapa.

"Yo elijo a quién quiero más", dice mi querido amigo X.L. Pero esto no es cierto. No somos nosotros quienes tenemos la potestad de decidir. El corazón lo sabe todo y no necesita explicación. Es algo animal: amamos aquello que somos. Por eso tenemos el alma vikinga y anhelamos todo lo que Islandia atesora: el rugido del volcán, las negras playas, las ballenas cantarinas, el olor del azufre, el relámpago, los esquivos frailecillos, el reflejo turquesa de las aguas, las columnas de basalto, un camino de baldosas pintado de arcoíris y cicatrices tan viejas como nosotros. De modo que es ésta la tierra que me eligió a mí. Mi territorio propio, la imposible conquista y el escalofrío aguijoneando las vértebras. La frágil patria de mi memoria.

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